Entramos. Era un barcito poco iluminado y poco concurrido para ser sábado. Por supuesto que quería entrar, pero sentía que no me convenía, que iba a traer más confusión, más sufrimiento. Pero mi cuerpo, una vez más, no me hizo caso y entró, casi sin darse cuenta, y se sentó en una de las mesitas. Solo había un servilletero y restos de azúcar. Del lado de él, frente a mí, la marca de una taza de café donde se le pegoteó el antebrazo. Pude observarlo bien porque no levanté la mirada en casi toda la noche. Sus ojos harían imposible de ignorar una verdad que yo estaba negándome a admitir. Esa recta que unía mis ojos con los suyos era lo peor que podía hacerme a mí misma. Era casi un hara-kiri... o exactamente eso, un puñal en la panza. Una mesera nos trajo la carta. La miré a los ojos, a ella sí, como si fuera mi salvadora “decime que están por cerrar, decime que no hay más café, decime que no podés dejar entrar menores, sacame de acá!”. Pero no me entendió, en vez de eso, dijo, sonriendo mientras pasaba un trapo por la mesa
-Cuando sepan qué quieren, me llaman y les tomo el pedido, si?
Sí, claro... cómo si fuera fácil saber qué es lo que se quiere. Lo que quiero no está en esta carta, ¿dónde está el libro de quejas? Él leyó la carta varias veces, levantando la vista para mirarme a mí, cada tanto, que sostenía la carta sin leerla a la altura de mi cara, ocultándome detrás. No pude más, bajé la carta, la doblé y la dejé a un costado. Lentamente, hizo lo mismo. Pude sentir cómo me clavaba los ojos en la coronilla.
-¿Qué vas a pedir?
Me encogí un poco más de hombros y con ellos gesticulé a modo de “no sé”.
-Yo tampoco
Hizo un par de preguntas más, muy diluidas en el tiempo. Seguí contestando con gestos y algunos monosílabos. Dejó de preguntar. Nos quedamos quietos, mudos, apenas respirando. Y él sin despegar los ojos de mí. Me provocaba. Pero yo no iba a decir nada... Sin ser llamada, volvió la mesera.
-Chicos, van a pedir?
La miré, le agradecía la interrupción, pensé “¿voy a pedir? ¿él va a pedir? No quiero, ¿tengo que hacerlo?”. Mi estado era lamentable, pude sentir pena por mí. Preguntó:
-¿Té de qué tenés?
Lo que pensé no me permitió escuchar la respuesta de la mesera “¿’te’ de qué me gustaría a mí? Yo sé de qué... pero antes de que él me diga ese ‘te’ preferiría mirarlo fijo una hora entera...”
-...y vos qué querés?
-eh... café doble
Fue una improvisación. Me costaba unir palabras, me sentía presionada entre tanto silencio. ¿Por qué no decía nada? Me desesperaba. No sabía cómo sentirme. ¿Tenía que decir algo? ¿Qué iba a decir? Nadie dijo nada y llegó el café. Su té era el común, le puso limón. Le di unos golpecitos al sobrecito de azúcar y el contenido se acomodó en la parte más baja. Rompí una de las esquinas superiores y lo vacié en el café. Revolvimos a la vez, sin tintines de cucharita. Dejó la suya en el plato y levantó la taza. Sé que me miraba, esperándome. Yo no saqué la mía, sostuve la cuchara con el pulgar y rodeé con mis otros cuatro dedos derechos el asa de la taza, sin levantarla aun. El remolino se detuvo poco a poco. Entonces sí, tomé un trago. Él también. Dos, tres tragos y me detuve. Sumé mi mano izquierda a la taza, los dos codos sobre la mesa. “¿Por qué pedí café doble? Este me va a llevar más tiempo terminarlo, todavía no tomé ni la mitad”. Lo devolví a su plato, él también.
-Disculpame, ¿tenés una lapicera?
La mesera se la trajo. Tomó una servilleta y, poco después, la empujó hacia mí. Decía “escriba aquí su mensaje”. Pero yo no quería hablar, no podía. No podía moverme, ¿cómo iba a pretender que escribiera? De todos modos, era más fácil que hablar y no tenía que mirarlo... Accedí. Escribí la letra de la canción que sonaba “i can’t, i can’t, i can’t stand losing you”. Qué ilusa. Creí que con eso no daba posibilidad a réplica, ya que era solo un pedacito de canción. Pero no lo era, eran palabras. “¿Creés que así estás perdiéndome? Yo diría que me estás ganando”, contestó. Maldije por dentro... Estaba esperando mi respuesta, otra vez. La canción había terminado, ahora era Mejor no hablar de ciertas cosas. Aproveché y escribí “no”. Hizo a un lado la servilleta, tomó otra y dibujó dos ojos. Apuré un poco mi café. Me pareció que iba a ser menos doloroso dibujar que tener que escribir. Agregué unos detalles a su dibujo: lagrimales, algún que otro derrame pequeño, brillo en las pupilas, pestañas y un ceño fruncido. Le agregó una boca de labios carnosos, entreabierta y una nariz. Estaba quedándole bien y me molestó. Odié la tranquilidad con la que se tomaba el té. Dibujé grotescamente un círculo imperfecto rodeando el dibujo, a modo de cara, un cuello fino y corto y un cuerpo cuadrado, digno del niño menos imaginativo de un jardín de infantes. Me pareció que sonreía, detrás de su taza. Me sacó el papel, escribió debajo “¿qué ves?” y me lo devolvió. “¿Por qué insiste en escribir?”. Asumí que no iba a poder eludir todo tipo de comunicación, ya estaba ahí en el bar, con el café, la servilleta y la lapicera. No había vuelta atrás, algo iba a tener que hacer. Contesté “¿qué ves cuando me ves?”. Comprendió mi juego. Pero, de todos modos, yo estaba en su terreno y no en el mío, como pensé. No era como una “guerra de canciones” porque nadie cantaba. Lo que escribíamos eran palabras y los juegos de palabras siempre fueron lo suyo. Sin dudarlo, aceptó el “desafío” y escribió “gol de mujer”. No supe darme cuenta de que estaba perdida a partir de ese momento y continué jugando. Cambié de tema, respondiéndole:“qué hay de esa imagen de mi cielo, no creo ser tan importante” y me refugié en el café. Sacó otra servilleta. Cuando me la pasó, decía “No confunda, che pastor, no me interesa tu cielo. Toda el agua va hacia el mar”. Su respuesta me recordó otra canción: “una radio en el mar, una chica en el cielo todo el tiempo. Puedo ver pero no sé, todo está muy rápido acá”. Lo leyó, tomó los últimos tragos y escribió: “Che... ¿qué esperás?”. Creí que se había hecho un gol en contra. Simplemente, completé, casi sin pensarlo: “que bang, bang, bang, bang o que tu novia no te bese más”. El ritmo con que la servilleta iba y venía de un lado al otro de la mesa se interrumpió. Tomó el papel con las dos manos y se quedó mirándolo. Pensé que había ganado, que no sabía qué contestarme y me terminé el café casi contenta. Pero me equivocaba. Hizo a un lado la servilleta, sacó otra y escribió ocupando todo el espacio: “Acariciando lo áspero, el sábado pide un beso: besame, besame, besame!”. Fue demasiado
-Es tarde, ya me tengo que ir
Me levanté y dejé un billete de 5 sobre la mesa. Se levantó también. Junté mis cosas y ordené a mis piernas que me llevaran hacia la puerta del bar. Terminó de pagarle a la mesera al mismo tiempo que llegué a la vereda. Apuré el paso, pero a los pocos metros me alcanzó
-Esperá, no te vayas, quiero decirte...
-No, es tarde, tengo que...
-...que te quiero.
-...irme a casa...
-Mucho, te quiero
Me quedé inmóvil, mirándolo. Me ardían los ojos, que no tardaron en lagrimear. Lo vi. Me atravesó el cráneo con un hilo de verdad. Giré sobre mí misma y caminé hacia la esquina, conteniendo las ganas de darme vuelta y ver qué hacía que no estaba siguiéndome. Paré un taxi y me fui.